La tesis es que vivimos en sociedades desmemoriadas. Un mundo en el que la capacidad de almacenamiento de datos aumenta exponencialmente, a la misma velocidad que nos desprendemos del pasado, de las historias. Que el arraigo es una cadena causal que hemos decido romper, en pos de la independencia y la autorrealización. Que los antiguos muros se han desdibujado hasta casi desaparecer, empujados por las ansias de libertad de un individuo, por fin, al frente de su propia vida. Esta es la tesis.
A lo sumo podemos contar historias personales. Es decir, uno puede observarse en el espejo y admirar la obra que es su propia vida, esculpida a mano con martillo y cincel. Conectar los puntos cardinales de la existencia individual como si fueran las piedras que permiten cruzar un torrente desbocado. Estar aquí como de casualidad, con la sensación generalizada de una generación supuestamente desprovista de equipaje, sin responsabilidades y en condiciones para aprovechar las oportunidades que le caigan del cielo. Se trata de ser abierto, de no cerrarse a nada. De hacerse un hueco y, desde ahí, ir subiendo. La vida moderna, como el montañerismo, consiste en llegar a lo más alto, sin otro fin que mirar a los demás desde arriba: Ars gratia artis; l’art pour l’art.
Todas estas historias personales, aparentemente originales, se asientan sobre un relato general que ha borrado del mapa la diferencia ontológica entre el pasado y la historia. Un relato que, acto seguido, ha tratado de hacer desaparecer lo que quedaba de ambos. El pasado, sin embargo, siempre vuelve, clama desde algún lugar en la memoria colectiva del presente para evitar el cierre definitivo que representa la construcción de la historia. El historiador (decía Ortega que decía Kierkegaard) es un profeta puesto del revés, lo cual (añado yo) no desacredita su labor científica, sino que la refuerza al devolverle su dimensión eminentemente política.
La crisis de los relatos hegemónicos del pasado se ha interpretado habitualmente como un punto final de la historia. A partir de ahora se trata de vivir en un marasmo de relatos parciales, raramente conectados, ilógicos. Aprender a vivir en el caos y moverse con soltura cínica por el suelo resbaladizo del renacimiento de la tragedia. Pero la fragmentación de la experiencia en las sociedades actuales no impide la operatividad, de facto, de un relato omnicomprensivo hecho con todos esos retales. Siempre digo lo mismo: si todos somos tan libres, ¿por qué vivimos vidas tan similares? La singularidad de cada uno deriva, más bien, de la incapacidad para comunicarse con los demás, de concebir al otro como un competidor por unos recursos cada vez más escasos. Así pues, lo cierto es que somos tan diferentes como todos los demás.
Pasado y futuro, en definitiva, habitan el presente. El primero, como memoria que nos otorga y condiciona la posibilidad de pensar qué nos ha traído hasta aquí; el segundo, como fuente de expectativas que orienta nuestra acción cotidiana. Contar con una memoria en el futuro pasa por recuperar la conciencia de que la historia sobre el pasado es solo eso, una historia entre muchas posibles, y que el futuro ha de ser todo lo que podamos imaginar y contradecir el presente. Hacer memoria es, por ello, la principal tarea política de una generación que aspire a concebir su existencia como algo más que un accidente.
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